martes, 2 de junio de 2009

Un terrorista: él observa

Wislawa Szymborska
(Texto publicado en el Nº1)

La bomba explotará en el bar a las trece veinte.
Ahora apenas son las trece y dieciséis.
Algunos todavía tendrán tiempo de salir.
Otros de entrar.
El terrorista ya se ha situado al otro lado de la calle.
Esa distancia lo protege de cualquier mal
y se ve como en el cine.
Una mujer con una cazadora amarilla: ella entra.
Un hombre con unas gafas oscuras: él sale.
Unos chicos con vaqueros: ellos están hablando.
Trece diecisiete y cuatro segundos.
Ese más bajo tiene suerte y sube a una moto,
y ese más alto entra.
Trece diecisiete y cuarenta segundos.
Una niña: ella va andando con una cinta verde en el pelo.
Sólo que de repente ese autobus la tapa.
Trece dieciocho.
Ya no está la niña.
Habrá sido tan tonta como para entrar, o no,
eso ya se verá cuando vayan sacando.
Trece diecinueve.
Y ahora como que no entra nadie.
En vez de entrar aún hay un gordo calvo que sale.
Pero parece que busca algo en sus bolsillos y
a las trece veinte menos diez segundos
vuelve a buscar sus miserables guantes.
Son las trece veinte.
Qué lento pasa el tiempo.
Parece que ya.
Todavía no.
Sí, ahora.
Una bomba: la bomba explota.

jueves, 19 de febrero de 2009

Bajo Nivel, por Julio Cortázar

Sección La Baulera
Texto publicado en el Nº 1

Puede ser que, una vez más, todo empiece por las palabras y entonces, claro, con ellas. Puede ser que el vocabulario del metro sea en parte la raíz de ese contacto de por vida que tengo con él, y que de ahí provengan tantas páginas que le he dedicado o que él me ha dictado en relatos y novelas, bumerang del verbo que retorna a la mano y a los ojos. Correspondencias, por ejemplo: en París es el término que indica los cambios que puedan hacerse entre las diferentes líneas, pero como en casi toda la nomenclatura de nuestros Hades urbanos, es un término cargado. Cuando llegué a París en 1949, trayendo como brújula la literatura francesa, Charles Baudelaire era mi gran psicopompo; el primer día quise conocer el Hôtel Pimodan, en la isla Saint-Louis, y al preguntar por el metro que me llevaría a orillas del Sena, el hotelero me indicó la línea y agregó: "Es fácil, no hay más que una correspondencia." En ese mismo momento mi memoria volvía una y otra vez al célebre soneto de Baudelaire, y de golpe sentí que todo estaba bien, que entre París y yo no habría rupturas. Veintinueve años han pasado y las correspondencias entre nosotros persisten y se ahondan. En Inglaterra y Estados Unidos, las correspondencias se llaman cambios, y en mi país combinaciones. Cualquiera de las tres palabras contiene cargas análogas, insinúan mutación, transformación, metamorfosis. El hombre que baja al metro no es el mismo que vuelve a la superficie; pero, claro, es preciso que haya guardado el óbolo entre los dientes, que haya merecido el traslado, que para los demás no pasa de un viaje entre estaciones, de un olvido inmediato. En el principio fueron los olores. Yo tenía ocho o nueve años y desde el suburbio bonaerense donde vivíamos, mi abuela me llevaba de visita a la casa de unos amigos. Primero un tren local, luego un tranvía y por fin, desde el centro de la ciudad, el subterráneo, que los porteños llaman subte casi como si le tuvieran miedo a la palabra completa y quisieran neutralizarla con un corte desacralizador. Hoy sé que el trayecto en subte no duraba más de veinte minutos, pero entonces lo vivía como un interminable viaje en el que todo era maravilloso desde el instante de bajar las escaleras y entrar en la penumbra de la estación, oler ese olor que sólo tienen los metros y que es diferente en cada uno de ellos. Mi abuela me llevaba de la mano (su traje negro, su sombrero de paja con un velo que le cubría la cara, su invariable ternura), y había esos minutos en el andén en que yo veía la hondura del túnel perdiéndose en la nada, las luces rojas y verdes parpadeando en la profundidad, y luego el fragor progresivo, el tren dragón rugiendo y chirriando, los asientos de madera que yo rechazaba para quedarme de pie contra una ventanilla, la cara pegada al vidrio. Porque cuando el tren tomaba velocidad las paredes del túnel se animaban, se convertían en una pantalla móvil con cables como serpientes negras ondulando, con el paso instantáneo de las luces, y siempre ese olor en el aire espeso y lento que nada tenía que ver con el de fuera, con el de arriba. En algún momento que cada vez tenía algo de milagroso, el tren ascendía a la superficie, las ventanillas se llenaban de sol y de copas de árboles; algo como alivio, como rescate de esa breve temporada en el infierno, y a la vez la monotonía de recuperar la normalidad, las calles y las gentes y el té con pasteles que nos esperaban invariables a cada visita mensual, decirse entonces que el viaje no había terminado, que al caer la noche volveríamos a tomar el subte, de nuevo el túnel y las serpientes y el olor, de nuevo ese interregno excepcional que de alguna manera me condenaba ya a cosas como ésta, a escribirlo aquí cincuenta y tantos años después. Por cosas así puede llegarse a mantener un comercio furtivo con el metro, una relación de la que no se habla pero que un día asoma en los sueños y en esa otra manera de soñar que son los cuentos fantásticos. Allí y en pasajes de novelas he ido coagulando a lo largo de los años ese sentimiento de pasaje que nada tiene que ver con el traslado físico de una estación a otra. Ya en Buenos Aires y en la juventud, el subte Anglo me había llevado a la escritura, y recuerdo que al subir a la superficie mi primer impulso era entrar en alguno de los viejos y sombríos cafés del centro donde de alguna manera se mantenía ese clima de extrañamiento con relación a lo que me estaba esperando en el resto del día. Era entonces mi sola experiencia en ese terreno, y no podía imaginar que alguna vez otras ciudades del mundo habrían de darme, como sin duda le ha ocurrido a Siet Zuyderland, diferentes aproximaciones a un centro común; porque hoy sé que el metro, el subte, el underground, el subway, no sólo se asemejan obligadamente en el plano funcional, sino que todos ellos crean a su manera un mismo sentimiento de otredad que algunos vivimos como una amenaza que al mismo tiempo es una tentación. Si bajar al metro representa para mí una leve angustia, una crispación física que pasa en seguida, no es menos cierto que salir de él significa cada vez una indefinible renuncia, un regreso a la seguridad cobarde de la calle; como haber soslayado una indicación, un sistema de signos acaso descifrables si no se prefiriera casi siempre lo superficial. Como en el teatro y en el cine, en el metro es de noche. Pero su noche no tiene esa ordenada delimitación, ese tiempo preciso y esa atmósfera artificialmente agradable de las salas de espectáculos. La noche del metro es aplastante, húmeda de un verano de invernáculo y además infinita; en cualquiera de sus puntos o de sus horas la sentiremos prolongarse en los tentáculos de los túneles, en cualquiera de las estaciones a las que bajemos estará latiendo uno de los muchos corazones del inmenso pulpo negro que subtiende la ciudad. La noche del metro no tiene comienzo ni fin, allí donde todo se conecta y se transvasa, donde las estaciones terminales son a la vez llegada y partida; llamarlas terminales es una de las muchas formas de defensa contra ese temor indefinido que espera en la penumbra del primer corredor, del primer andén.El metro como intercesor entre el condicionamiento rutinario de la calle y el momentáneo despertar de otros estados de cenestesia y de conciencia. A diferencia de la marcha en la calle, donde las opciones y la vigilancia son incesantes, basta iniciar el descenso para que una mano invisible se apodere de la nuestra y nos lleve sin la menor posibilidad de elección hacia el destino prefijado. No se va de dos maneras diferentes de la estación Etienne Marcel a la estación Panelagh: flechas y pasajes y carteles y escaleras anulan todo margen de capricho, todo zigzag de superficie. Pasajeros y trenes se mueven dentro de la misma relojería predeterminada, y es entonces cuando las potencias de la superficie se adormecen y puede suceder que accedamos a otros niveles; al liberarnos de la libertad, el metro nos vuelve por un momento disponibles, porosos, recipientes de todo lo que la libertad de la superficie nos priva, puesto que ser libres allá arriba significa peligro, opción necesaria, luz roja, cruzar en las esquinas mirando del buen lado. De vivir en nuestro tiempo, poetas como Gérard de Nerval y Baudelaire hubieran amado el metro; Nerval por su lado alucinatorio, cíclico y recurrente, y Baudelaire por la artificialidad total de una micrópolis en la que no hay plantas ni pájaros ni perros. (Ratas sí, pero la rata está del lado del poeta, lucha contra el sistema, lo mina y contamina en una batalla sin cuartel que dura desde la primera ciudad de los hombres y sólo acabará con la última.) La primera vez que bajé a la estación Saint-Michel y vi las enormes estructuras metálicas, las escaleras y los ascensores de hierro, la luz mortecina y estancada en la que toda idea de sombra es inconcebible, medí hasta qué punto Baudelaire hubiera aprobado ese congelado infierno moderno. Desde hace unos años, la renovación de las estaciones del metro de París intenta "humanizar" el ambiente, pero nada parece haber cambiado en la conducta de quienes las usan. Ya a medias robotizados por los mecanismos de la superficie, el descanso los fija en una total desmultiplicación de la vitalidad, de la comunidad, de la comunicación incluso en sus formas más embrionarias. Sólo los grupos, las bandas se agitan y hablan porque poseen y transportan su propio microclima que los defiende de la soledad exterior; los otros, incluso las parejas, se encierran en un mínimo de movimientos, de gestos y de miradas. Las caras de los pasajeros de un autobús reflejan siempre algo de lo que los rodea y los invade viniendo de las ventanillas; sus ojos siguen el dibujo o las leyendas de los carteles publicitarios, el cruce de los autos, el ritmo de las vitrinas y las gentes en las aceras. Pero aquí todo es rígido y como intemporal, y no hay nada que ver ni oír ni oler porque todo es recurrente y periódico y forzoso y casi idéntico en cualquier estación de metro. Los carteles de publicidad duran interminablemente, y acaso nadie se da demasiado cuenta de su renovación periódica. La luz y el aire tienen siempre la misma consistencia, todos hemos leído cientos de veces las mismas leyendas, advertencias, prohibiciones y consejas municipales, y las seguiremos leyendo porque los ojos se mueren de hambre en el metro, buscan un empleo, un asidero que los arranque de ese ir y venir en la nada. Este asiento está reservado a: 1) los mutilados de guerra, 2) las mujeres embarazadas, 3) los ancianos, etcétera./ Está prohibido descender a las vías en caso de interrupción de la marcha, a menos que así lo indiquen los empleados responsables, etcétera. (Menos mal que la política, la estupidez y la sexualidad llenan de inscripciones un poco más cambiantes los corredores y los vagones; el ojo salta sobre ellas, las devora contento, las entrega al cerebro para que apruebe o rechace. El Shah asesino/ Mueran los judíos/ Mao o Brejev/ Me gusta chupar/ Sea macrobiótico/ Abajo Pinochet.) Paradójicamente, la codificación congelada del metro favorece en algunos viajeros la irrupción de lo insólito. Sé de la disponibilidad, de la porosidad que crea la rutina, de la somnolencia favorable dentro de la colmena de indicaciones y recorridos infalibles. Lo sólito es allí tan manifiesto que la más mínima transgresión o fisura se da con una fuerza que no tendría en la superficie. El día en que me tocó viajar de pie en un vagón atestado, y una mano de mujer joven se apoyó sobre la mía y permaneció allí durante una fracción de tiempo que rebasaba lo normal antes de retirarse al otro extremo de la barra mientras su dueña se excusaba con un gesto y una sonrisa, ese mínimo episodio alcanzó una intensidad de la que hubiera carecido totalmente en un autobús, por la simple razón de que los protagonistas habrían estado más ocupados por su entorno, el roce de sus manos no habría tenido esa sutil transmisión de fuerzas, esa electricidad musgosa que me llegó tan a lo hondo y dio días después un relato que se llama Cuello de gatito negro. En otro plano, la fisura dentro de la monotonía puede nacer de ese estado de desocupación mental que el metro favorece como pocas otras cosas. Pienso en un relato mío que sigue inédito, y que nació de un comentario humorístico sobre el número de pasajeros que habían bajado en un cierto día al subte Anglo en Buenos Aires, y el número de los que habían vuelto a la superficie (faltaba uno). Broma, error de control, todo quitaba importancia y seriedad a algo que sin embargo me pareció grave, quizás horrible, y que en su proyección imaginativa se volvió el preludio de un descubrimiento abominable.Y luego, como una fascinación que el viajero presuroso y funcional rechaza, hay la llamada más profunda, la invitación a quedarse, a ser metro. Es una vez más la atracción del laberinto, recurrente mäelstrom de piedra y de metal. Lo insólito se da allí como un reclamo que exige la renuncia a la superficie, la recodificación de la vida. Pobres Elíseos atenazados por la urgencia de los horarios y las citas, los viajeros se tapan los oídos con cualquier cosa, el diario que leen entre las estaciones, las tiras cómicas, la contemplación vacua del vagón o del andén. Algunos sin embargo oyen el canto de las sirenas de la profundidad, y yo he aprendido a reconocerlos; son los que mientras esperan un tren dan la espalda a la estación y miran perdidamente la hondura tenebrosa del túnel. Entre ellos podría estar el protagonista de Manuscrito hallado en un bolsillo, alguien capaz de comprender y acatar el implacable ritual de un juego de vida o muerte con el que buscará a una mujer dentro de un sistema de claves implacables que él piensa haber inventado pero que vienen del metro, de la fatalidad de sus itinerarios, de su posesión total del viajero apenas se bajan los peldaños que nos alejan del sol y de las otras estrellas. Pero si en todo esto lo insólito se proyecta en la consecuencia literaria más que en los hechos tangibles, también vale por sí mismo, aunque luego llegue a ser un tema de escritura. Antes de narrar el viaje imaginario de Johnny Carter en el metro, yo había vivido muchas veces esa fuga fuera del tiempo o ese acceso a otra duración que Johnny, en El perseguidor, habría de explicarle a su manera a Bruno. En 62, Modelo para armar, muchos episodios fueron vistos y escritos alucinatoriamente, y el metro instiló también allí su aura de excentración y de pasaje; eso me explica ahora el episodio del descenso de Hélène y su contemplación de los carteles publicitarios antes de su encuentro con Delia. En esos días yo había sentido con mayor fuerza que nunca el efecto del cambio de escala en esas caras y esas manos enormes que desde las paredes del andén de la estación Vaugirard proponían muros de quesos o vacaciones en México. Ya en la superficie seguía viéndolos como una especie de corrección de la realidad que pretendía rodearme y moldearme y someterme a su pretendida escala de formas y valores; de golpe esas imágenes monstruosas, esas uñas y esos dientes agigantados por el ansia de la sociedad de consumo, se me volvían positivos, me ayudaban a desconfiar de lo usual y lo fácil y lo presabido; de golpe yo era un pigmeo entre pigmeos, allí en la esquina podía estar esperándome, terrible y definitiva, la enorme niña que amaba el queso Babybel, y esa niña podía ser de hidrógeno o de cobalto, su zapato me aplastaría contra la acera sin odio y sin razón como nuestros zapatos aplastan hormigas a lo largo de gratas excursiones dominicales. Sentí que vivíamos por casualidad, que nuestras reglas tranquilizadoras estaban rodeadas y amenazadas por incontables excepciones, azares y demencias; todo eso busqué decirlo luego en la novela, todo eso le ocurrió a Juan, a Hélène, a los que de alguna manera tenían que pagar el precio de haber bajado al metro de sus propios corazones, de haber asumido los códigos de la noche bajo tierra.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Contenidos

Sumario Nº 2

Editorial: Para habitar una independencia
Cuento Ficción: “Ceci, en la noche del milenio” de Alenjandra Laurencich
Contexto: “Literatura y Literalismo” por Edward Said
Gog y Magog
Rescate: “El esfuerzo” de Rafael Barrett
Cuento “Una gota” Dino Buzzati
Poesía: María José Sánchez Lesta/ Camila Goldman / Jorlanie/ Adriana Billone
Dossier Bernardo Jobson:
Introducción Dossier
Bernardo Jobson: Amigos
Dossier Bernardo Jobson: Entrevista
Dossier Bernardo Jobson: Cuento Ficción
Entrevista: Horacio Cacciabue
Reseñando cine, teatro y literatura
Cuento contemporaneo: “El baile” Roberto Sconza
La baulera: “El temerario joven del trapecio” William Saroyan
Sección: La gallina recomienda

Editorial: "Para habitar una independencia"

por Hernán Bayón


“El arte tiene que volver a ser un acto de sinceridad”
Jacobo Fijman

Dicen, que el primer paso es el más importante, que mas allá de sus imperfecciones o no, ese primer movimiento comienza la dirección de un acto de voluntad único, genuino y personal. Se suele observar también, que el problema no es ese primer paso, sino el que le sigue, aquel que tiende a reforzar esa voluntad y marcar los siguientes pasos bajo la firmeza de esa primera intención que vuelve a elegirse, que vuelve a existir ligada a la conciencia de saber que ya no se puede volver a atrás. O por lo menos que ya no se puede volver atrás de la misma manera, sin haberse uno transformado íntimamente en esa experiencia. Nosotros los que integramos La Gallina creemos que ya dimos ese primer paso, y que este segundo que ahora damos trae los cambios que toda experiencia marca en la raíz de nuestra manera de ver y sentir el mundo, de situarnos en la historia. Es decir, hablamos de filosofía y de historia, de política y literatura, pero por sobre todo hablamos de esa enorme responsabilidad, de ese inabarcable misterio luminoso y terrible que es la vida en todas sus formas. A decir verdad, como cualquier lector puede darse cuenta, desde nuestro primer número ya ha pasado cierto tiempo y han cambiado algunas cosas, lo cual deja a la revista en un nuevo marco de situación en relación a su génesis original. Esto es: vamos a seguir existiendo con una nueva forma material pero bajo la misma línea editorial. Eso es todo. Las razones son variadas y abarcan desde los condicionamientos financieros y materiales como la necesidad de reorganizar el cuerpo de la revista con el propósito de ganar mayor organicidad en los contenidos. Lo cual nos lleva a agregar que tanto el sentido como la posibilidad de existencia de La gallina y sus mutaciones y condicionamientos sólo pueden pensarse desde un factor común: aquel que nos identifica con la difícil pero gratificante elección de construirnos como un medio independiente tanto en sus recursos como en su posicionamiento intelectual critico dentro de la industria cultural. Como un francotirador del sentido común y la estratificación de los discursos, nuestro proyecto se funda en la revalidación de una conciencia crítica. Lejos de los registros del nihilismo de ciertos escritores de moda creemos en la importancia del compromiso intelectual, de un análisis profundo de nuestra sociedad que no agote su campo en las doctrinas ni que desvincule las esferas de lo cultural y lo político como si la literatura formara parte o sucediera en un plano metafísico y los productos culturales se adquirieran con coloridos billetes de El estanciero. Y volviendo al compromiso del intelectual, en este sentido pensamos de manera similar a Edward Said cuando refiriéndose al intelectual escribe:

“Para mí el hecho decisivo es que el intelectual es un individuo dotado de la facultad de representar, encarnar y articular un mensaje, una visión, una actitud, filosofía u opinión para y a favor de un público. Este papel tiene prioridad para él, no pudiendo desempeñarlo sin el sentimiento de ser alguien cuya misión es la de plantear públicamente cuestionas embarazosas, contrastar ortodoxia y dogma (más bien que producirlos), actuar como alguien al que ni los gobiernos ni otras instituciones pueden domesticar fácilmente, y cuya razón de ser consiste en representar a todas esas personas y cuestiones que por rutina quedan en el olvido o se mantienen en secreto. El intelectual actúa de esta manera partiendo de los siguientes principios universales: todos los seres humanos tienen derecho a esperar pautas razonables de conducta en lo que respecta a la libertad y la justicia por parte de los poderes o naciones del mundo; y: las violaciones deliberadas o inadvertidas de tales pautas deben ser denunciadas y combatidas con valentía.”

Independencia intelectual. En esto podríamos resumir el valor de nuestra actitud y el espacio donde el ser independientes es como nos construye y como nos construimos desde un lugar que no ofrece seguridades y mucho menos recompensas al valor intelectual. Lo sabemos y por eso lo elegimos desde la libertad que da edificar un espacio a la medida de nuestras ideas de verdad y justicia, de la literatura y lo social, y sobre todo, de nuestra voluntad de continuar y acercar y hacerse propio un lugar en el no lugar, en el arduo camino que enfrentamos desde la palabra hacia la utopía.

Una gota, por Dino Buzzati

Texto publicado en el Nº 2

Una gota de agua sube por los peldaños de la escalera. ¿La oyes? Tendido en mi cama, en la oscuridad, escucho su secreto viaje. ¿Cómo hace? ¿Salta? Tic, tic, se oye con intermitencias. Después la gota se detiene, y suele no dar señales de vida por todo el resto de la noche. Sin embargo, sube. De escalón en escalón va subiendo, a diferencia de las otras gotas que caen perpendicularmente, obedeciendo la ley de gravedad, y al final hacen un pequeño chasquido, muy conocido en todo el mundo. Ésta no: poco a poco va subiendo la espiral de la escalera letra E del vastísimo inquilinato. No hemos sido nosotros, adultos, refinados, sensibilísimos, quienes la hemos descubierto. Ha sido una mucamita del primer piso, pálida, pequeña criatura ignorante. Lo advirtió una noche, muy tarde, cuando todos se habían ido ya a dormir. Al cabo de un rato no pudo contenerse, dejó la cama y corrió a despertar a la patrona. – ¡Señora –susurró-, señora! – ¿Qué pasa? –dijo la patrona despertándose –. ¿Qué sucede? –Hay una gota, señora, una gota que viene subiendo las escaleras.
-¿Qué?- preguntó aturdida la otra.
-¡Una gota que sube los peldaños!- repitió la mucamita, y casi se puso a llorar. –Anda, anda –maldijo la patrona-, ¿estás loca? Vuelve a la cama, ¡vuelve a tu cama, march! Has bebido, ésa es la cuestión, desvergonzada. ¡Hace rato que siempre falta vino a la mañana en la botella! Cretina asquerosa, si crees...
Pero la muchachita había huido, ya estaba agazapada bajo las mantas. “Vaya a saber que se le habrá ocurrido a esta estúpida”, pensaba luego la patrona, en silencio, habiendo ya perdido el sueño. Y escuchando involuntariamente la noche que dominaba al mundo, también ella oyó el extraño sonido. Una gota subía las escaleras, positivamente.
Celosa del orden, por un instante la señora pensó en salir a ver. Pero ¿qué habría podido encontrar a la miserable luz de las lamparitas ennegrecidas que colgaban de la baranda? ¿Cómo hallar una gota en plena noche, con ese frío, en los peldaños tenebrosos?En los días siguientes, el rumor se esparció lentamente de familia en familia y ahora ya lo saben todos en la casa, aun cuando prefieren no hablar, como si fuera una necedad de la cual avergonzarse. Ahora, muchos oídos permanecen tensos, en la oscuridad, cuando cae la noche para oprimir al género humano. Y hay quien piensa en una cosa, hay quien piensa en otra. Algunas noches, la gota calla. Otras veces, en cambio, por muchas horas no hace más que desplazarse, arriba, arriba, se diría que nunca va a detenerse. Laten fuerte los corazones cuando el suave paso parece tocar el umbral. Menos mal, no se detuvo. Oigan, que se aleja, tic, tic, encaminándose hacia el piso de arriba. Sé sin lugar a dudas que los inquilinos del entrepiso creen estar ya al resguardo. La gota –creen ellos-ya pasó delante de sus puertas y no tendrá ocasión de molestarlos; otros, por ejemplo yo que estoy en el sexto piso, tienen ahora motivo de inquietud, ellos ya no. Pero ¿quién les dice que en las próximas noches la gota reemprenderá el viaje desde el punto a donde había llegado, o en cambio no recomenzará desde el principio su camino, iniciando el trayecto desde los primeros peldaños, húmedos siempre, ennegrecidos por la basura acumulada? No, ni siquiera ellos pueden considerarse seguros. A la mañana, saliendo de casa, se mira con atención la escalera por si quedó algún rastro. Como era previsible, nada, ni la más pequeña señal.
A la mañana, por otra parte, ¿quién sigue tomando en serio esta historia? Al sol de la mañana el hombre es fuerte, es un león, aunque pocas horas antes se acobardara. ¿O acaso los del entrepiso tendrán razón? Nosotros, que al principio no oíamos nada y que nos considerábamos inmunes, desde hace algunas noches también oímos algo. La gota está todavía lejos, es verdad. Hasta nosotros sólo llega un repiqueteo levísimo, eco triste a través de los muros. Sin embargo, es señal de que está subiendo y de que se aproxima cada vez más.Ni siquiera sirve dormir en una pieza interna, alejada de la espiral de la escalera. Más vale oír ese ruido, antes que pasar las noches en la duda de si está o no. Quien habita en esas habitaciones recónditas a veces no logra resistir, se desliza en silencio por los corredores y se queda inmóvil en la antecámara, detrás de la puerta, con la respiración contenida, escuchando. Si la oye, ya no se atreve a alejarse, esclavo de indescifrables miedos. Mucho peor es cuando todo está tranquilo: en este caso ¿cómo excluir que, apenas vuelto a acostarse, justamente entonces, comience el ruido? Qué extraña vida, pues. Y no poder reclamar, intentar soluciones ni encontrar una explicación que levante los ánimos. Y no poder ni siquiera persuadir a los otros, los de las otras casas, que no lo saben. Pero ¿qué puede ser esta gota –preguntan con exasperante buena fe –; acaso un ratón? ¿Un sapito salido de los sótanos? No, por cierto.Y entonces – insisten- ¿será acaso una alegoría? ¿Se pretende, digamos, simbolizar la muerte? ¿O algún peligro? ¿O el paso de los años? Nada, señores, nada: es simplemente una gota, sólo que sube las escaleras.O más sutilmente ¿se pretende representar los sueños y las quimeras? ¿Las tierras imaginadas y lejanas donde se presume que está la felicidad? ¿Algo poético, en suma? No, en absoluto. ¿O bien lugares más lejanos aún, en el confín del mundo, a los cuales nunca llegaremos? Pero no, les digo, no es una broma, no hay doble sentido, se trata ¡ay! precisamente de una gota de agua que, según se puede presumir, de noche sube las escaleras. Tic tic, misteriosamente, de peldaño en peldaño. Y por eso se tiene miedo.

(Dibujo: Sebastián Pardo)

El esfuerzo, por Rafael Barrett

Sección El rescate

La vida es un arma. ¿Dónde herir, sobre qué obstáculo crispar nuestros músculos, de qué cumbre colgar nuestros deseos? ¿Será mejor gastarnos de un golpe y morir la muerte ardiente de la bala aplastada contra el muro o envejecer en el camino sin término y sobrevivir a la esperanza? Las fuerzas que el destino olvidó un instante en nuestras manos son fuerzas de tempestad. Para el que tiene los ojos abiertos y el oído en guardia, para el que se ha incorporado una vez sobre la carne, la realidad es angustia. Gemidos de agonía y clamores de triunfo nos llaman en la noche. Nuestras pasiones, como una jauría impaciente, olfatean el peligro y la gloria. Nos adivinamos dueños de lo imposible y nuestro espíritu ávido se desgarra.
Poner pie en la playa virgen, agitar lo maravilloso que duerme, sentir el soplo de lo desconocido, el estremecimiento de una forma nueva: he aquí lo necesario. Más vale lo horrible que lo viejo. Más vale deformar que repetir. Antes destruir que copiar. Vengan los monstruos si son jóvenes. El mal es lo que vamos dejando a nuestras espaldas. La belleza es el misterio que nace. Y ese hecho sublime, el advenimiento de lo que jamás existió, debe verificarse en las profundidades de nuestro ser. Dioses de un minuto, qué nos importan los martirios de la jornada, qué importa el desenlace negro si podemos contestar a la naturaleza: -¡No me creaste en vano!
Es preciso que el hombre se mire y se diga: -Soy una herramienta. Traigamos a nuestra alma el sentimiento familiar del trabajo silencioso, y admiremos en ella la hermosura del mundo. Somos un medio, sí, pero el fin es grande. Somos chispas fugitivas de una prodigiosa hoguera. La majestad del Universo brilla sobre nosotros, y vuelve sagrado nuestro esfuerzo humilde. Por poco que seamos, lo seremos todo si nos entregamos por entero. Hemos salido de las sombras para abrasarnos en la llama; hemos aparecido para distribuir nuestra sustancia y ennoblecer las cosas. Nuestra misión es sembrar los pedazos de nuestro cuerpo y de nuestra inteligencia; abrir nuestras entrañas para que nuestro genio y nuestra sangre circulen por la tierra. Existimos en cuanto nos damos; negarnos es desvanecernos ignominiosamente. Somos una promesa; el vehículo de intenciones insondables. Vivimos por nuestros frutos; el único crimen es la esterilidad.
Nuestro esfuerzo se enlaza a los innumerables esfuerzos del espacio y del tiempo, y se identifica con el esfuerzo universal. Nuestro grito resuena por los ámbitos sin límite. Al movernos hacemos temblar a los astros. Ni un átomo, ni una idea se pierde en la eternidad. Somos hermanos de las piedras de nuestra choza, de los árboles sensibles y de los insectos veloces. Somos hermanos hasta de los imbéciles y de los criminales, ensayos sin éxito, hijos fracasados de la madre común. Somos hermanos hasta de la fatalidad que nos aplasta. Al luchar y al vencer colaboramos en la obra enorme, y también colaboramos al ser vencidos. El dolor y el aniquilamiento son también útiles. Bajo la guerra interminable y feroz canta una inmensa armonía. Lentamente se prolongan nuestros nervios, uniéndonos a lo ignoto. Lentamente nuestra razón extiende sus leyes a regiones remotas. Lentamente la ciencia integra los fenómenos en una unidad superior, cuya intuición es esencialmente religiosa, porque no es la religión la que la ciencia destruye, sino las religiones. Extraños pensamientos cruzan las mentes. Sobre la humanidad se cierne un sueño confuso y grandioso. El horizonte está cargado de tinieblas, y en nuestro corazón sonríe la aurora.
No comprendemos todavía. Solamente nos es concedido amar. Empujados por voluntades supremas que en nosotros se levantan, caemos hacia el enigma sin fondo. Escuchamos la voz sin palabras que sube en nuestra conciencia, y a tientas trabajamos y combatimos. Nuestro heroísmo está hecho de nuestra ignorancia. Estamos en marcha, no sabemos adónde, y no queremos detenernos. El trágico aliento de lo irreparable acaricia nuestras sienes sudorosas.

Rafael Barret nació en Torrelavega (España) el l7 de enero de 1876. A los 26 años su carácter de retador y duelista le valió la descalificación de un tribunal español y viajó a América. Llegó a Buenos Aires, donde publicó sus primeros artículos en revistas como Ideas y Caras y Caretas. Luego viajó a Paraguay como corresponsal del diario El Tiempo. Comprometido con la denuncia de las injusticias sociales se unió al anarquismo. En Asunción fundó la revista Germinal, órgano de expresión gremial.
Fue desterrado, primero al Matto Grosso y después a Montevideo.
En 7 años produjo toda su obra. Es autor de textos como La huelga (1908), Lo que son los yerbales paraguayos (1910) y El terror argentino (1910), entre muchos otros. Sus escritos, ensayos y conferencias están compilados en tres tomos que reúnen sus Obras completas, editados por el Centro Editor de América Latina (CEAL). Murió en Arcachon con 34 años, el 17 de diciembre de 1910.

sábado, 1 de noviembre de 2008

¿Quiénes somos?

¿Quiénes hacemos La Gallina Degollada? Un grupo de lectores fervorosos y polemizadores inveterados: como tales, exploramos temas que no suelen encontrarse en ninguna agenda de medios pero que –con algo de suspicacia-, evaluamos como imprescindibles para poder pensar la realidad por nosotros mismos.

Consecuentes con esta búsqueda en los márgenes, en las omisiones, en la otredad a la que el status quo confina a ciertos artistas e intelectuales, desde esta revista nos proponemos publicar a escritores jóvenes y no tan jóvenes, consagrados o inéditos; rescatar autores olvidados, y promover un espacio crítico en relecturas y debates de diversos corpus de pensamiento.

Creemos en la búsqueda de la grandeza literaria y en el valor de la palabra, que utilizamos como únicos criterios de selección del material. Juzgamos, como Lukacs, que todo gran arte es realista en cuanto es un reflejo de la realidad, y no nos referimos al estilo, sino a la actitud frente a la realidad; coincidimos también con él, en que la literatura no debe renunciar a su fisonomía universal y pluridimensional, por lo que los medios artísticos y técnicos no se deben convertir en su objetivo absoluto.

Tenemos, entonces, la responsabilidad de defender nuestra visión estética y política del mundo. Como bien escribió Nietzsche, nuestra palabra aún a riesgo de rompernos.

 
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